miércoles, 27 de enero de 2010

El silencio de la infamia

Las mismas imágenes se suceden en mi mente, recordando una y otra vez los sucesos de aquella noche. Veinte años pasaron y cada día me reprocho no haberlo pensado mejor, haberme dejado llevar a esa encrucijada sin ofrecer resistencia. De algún modo disfrutándolo. Las paredes y el techo de mi cuarto devenido en prisión, prisión devenida en cuarto, parecen ser incapaces de contener la angustia, el recuerdo. Sólo aplastan mi cotidianeidad, la banalizan, la morigeran.

El final de la guerra había ocurrido un par de meses antes de aquella rutinaria guardia y aún nuestro dolor nos hacía sentir la presencia de los que no volvieron, de los que deseaban no haber vuelto, de los que no recordaban haber ido.
Fue una semana de guardia como cualquier otra. Yo revistaba en el batallón de infantería de marina que custodiaba el edificio Libertad, donde toda la grasa del almirantazgo nacional a diario paseaba sus burocráticos uniformes manchados de sangre. Ese día el suboficial a cargo de la guardia era el principal Weber, un gordito rubión de cachetes colorados, de quien esperábamos ansiosos confirmar una vez más su imbecilidad rutilante.
La noche de aquel sábado, con inevitable espíritu tradicionalista, nos invitó a los más antiguos, los más “púas” en el argot de la marina, a unas rondas de mate en el pañol de armas. Él tenía a cargo aquel pañol y no permitía que nadie toque “sus” armas, de ahí que no tuviera ayudante; de modo que para su mentalidad pletórica de formol nos estaba concediendo un privilegio.

Las charlas con militares transitan inexorablemente sobre temas castrenses, y La guerra de Las Malvinas era inevitable por lo reciente y porque “El Gordo” había estado allá a cargo de un grupo de colimbas. Nunca supe en que momento Weber empezó a relatarnos, como si se tratara de una hazaña digna de Isidoro Cañones, sus negocios en las islas. Nos contó con innecesario lujo de detalles y una sonrisa inexplicable el modo en que ganó dinero vendiéndole a sus soldados las raciones de chocolates y cigarrillos que le llegaban con orden de ser repartidas entre la tropa, producto de las donaciones de tanta gente conmovida en todo el país.

Las armas comenzaron repentinamente a brillar, a destellar, haciéndonos doler los ojos y el corazón. Todos comentamos luego, con increíble simetría, la sospecha de invitación cómplice de cada fusil, de cada revolver, de cada carga de balas. Uno a uno se fueron retirando todos, desacostumbradamente tempraneros y poco ingeniosos en las excusas. Uno a uno se retiraban con la mirada sesgada, con un apuro rayano en la cobardía. Uno a uno fueron renunciando al deseo, al deber de silenciar tanta infamia.

Menos yo. Lo tenía tan claro, era tan incontestable mi determinación a darles el destino que esas balas deseaban con sensatez muy poco castrense... De modo que lo decidí repentinamente y con gélida disposición. Me quedaría último para ayudar, y en el momento de cerrar el pañol, cuando “El Gordo” se disponga a ordenar el santuario, su propia ornamenta religiosa acallaría ese inescrupuloso relato para siempre.

Hasta que finalmente llegó el momento, la hora señalada. Cuando libraría mi propia guerra. En el sur no estuve en el frente, pero llegó mi turno: el de demostrar que significa ser un hombre. De aquélla insular batalla, por momentos sentía que había huido cobardemente; de ésta sería diferente. Tome un FAL que sonreía frente a mí y le coloqué una carga de balas; inconsciente de su destino Weber vino hacía mí. Con inquisidora mirada preguntó por qué no guardaba eso en su lugar. Lo miré fijamente, sospeché la luz en mis ojos. Tomé firmemente el fusil. Pensamientos desordenados me invadieron, repentinamente sentí un frío recorrer mi espalda, mi estomago se congeló endureciendo. Percibí el temor en su mirada, en el rosado de sus cachetes. Con tono trémulo me ordenó, con duda inocultable en su voz, que guardara eso...

Por qué, por qué. No podré respondérmelo jamás. Debí ser más claro, no dejarme llevar por mis emociones.
Por qué no disparé, por qué guardé ese FAL en su lugar, por qué no iluminé aquella noche ese pañol oscuro. Por qué no honré a esas armas y a esas balas que, con sensatez tan poco militar, me imploraban un destino menos sombrío...






Sólo le pido a Dios
(León Gieco)

Sólo le pido a Dios
Que el dolor no me sea indiferente,
Que la reseca muerte no me encuentre
Vacío y solo sin haber hecho lo suficiente.

Sólo le pido a Dios
Que lo injusto no me sea indiferente,
Que no me abofeteen la otra mejilla
Después que una garra me arañó esta suerte.

Sólo le pido a Dios
Que la guerra no me sea indiferente,
Es un monstruo grande y pisa fuerte
Toda la pobre inocencia de la gente.

Sólo le pido a Dios
Que el engaño no me sea indiferente
Si un traidor puede más que unos cuantos,
Que esos cuantos no lo olviden fácilmente.

Sólo le pido a Dios
Que el futuro no me sea indiferente,
Desahuciado está el que tiene que marchar
A vivir una cultura diferente.


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