miércoles, 3 de noviembre de 2010

Los espíritus vulgares no tienen destino

Siempre me ha parecido que el rasgo distintivo de nuestra familia es el recato. Llevamos el pudor a extremos increíbles, tanto en nuestra manera de vestirnos y de comer como en la forma de expresarnos y de subir a los tranvías. Los sobrenombres, por ejemplo, que se adjudican tan desaprensivamente en el barrio de Pacífico, son para nosotros motivo de cuidado, de reflexión y hasta de inquietud. Nos parece que no se puede atribuir un apodo cualquiera a alguien que deberá absorberlo y sufrirlo como un atributo durante toda su vida. Las señoras de la calle Humboldt llaman Toto, Coco o Cacho a sus hijos, y Negra o Beba a las chicas, pero en nuestra familia ese tipo corriente de sobrenombre no existe, y mucho menos otros rebuscados y espamentosos como Chirola, Cachuzo o Matagatos, que abundan por el lado de Paraguay y Godoy Cruz. Como ejemplo del cuidado que tenemos en estas cosas bastará citar el caso de mi tía segunda. Visiblemente dotada de un trasero de imponentes dimensiones, jamás nos hubiéramos permitido ceder a la fácil tentación de los sobrenombres habituales; así, en vez de darle el apodo brutal de Anfora Etrusca, estuvimos de acuerdo en el más decente y familiar de la Culona. Siempre procedemos con el mismo tacto, aunque nos ocurre tener que luchar con los vecinos y amigos que insisten en los motes tradicionales. A mi primo segundo el menor, marcadamente cabezón, le rehusamos siempre el sobrenombre de Atlas que le habían puesto en la parrilla de la esquina, y preferimos el infinitamente más delicado de Cucuzza. Y así siempre.

Quisiera aclarar que estas cosas no las hacemos por diferenciarnos del resto del barrio. Tan sólo desearíamos modificar, gradualmente y sin vejar los sentimientos de nadie, las rutinas y las tradiciones. No nos gusta la vulgaridad en ninguna de sus formas, y basta que alguno de nosotros oiga en la cantina frases como «Fue un partido de trámite violento», o: «Los remates de Faggiolli se caracterizaron por un notable trabajo de infiltración preliminar del eje medio», para que inmediatamente dejemos constancia de las formas más castizas y aconsejables en la emergencia, es decir: «Hubo una de patadas que te la debo», o: «Primero los arrollamos y después fue la goleada». La gente nos mira con sorpresa, pero nunca falta alguno que recoja la lección escondida en estas frases delicadas. Mi tío el mayor, que lee a los escritores argentinos, dice que con muchos de ellos se podría hacer algo parecido, pero nunca nos ha explicado en detalle. Una lástima.

(Etiquetas y prelaciones, Julio Cortazar)




“(…) Han desarrollado un sistema que, aunque perfectamente coherente con sus otras convenciones, es diametralmente opuesto a las nuestras, especialmente respecto del modo en que nosotros valoramos el oro. De acuerdo con este sistema los platos, cubiertos, vasos y vasijas, si bien diseñados bellamente, están hechos de materiales baratos como vidrio o arcilla, y la plata y el oro son los materiales habituales, tanto en las casas privadas como en los comedores comunes, para los más humildes objetos del equipamiento doméstico, tales como los orinales. También usan cadenas y grilletes de oro sólido para inmovilizar a los esclavos, y si alguien comete un crimen verdaderamente escandaloso es forzado a llevar anillos de oro en sus orejas y dedos, un pesado collar de oro alrededor de su cuello y una corona de oro sobre su cabeza. Ellos hacen, así, todo lo que pueden para no considerar a estos metales sino con desprecio. De tal modo, si de pronto tuviesen que desprenderse de todo el oro y plata que poseen -lo que en cualquier otro país sería concebido como una tortura- a nadie en Utopía le importaría un bledo.
Muy similar es lo que ocurre con las joyas. Hay perlas que pueden ser halladas en las playas, diamantes y rubíes en ciertos tipos de rocas, pero ellos nunca los buscan. Cuando por azar los encuentran, los tallan y los pulen para que los usen los niños, quienes, al principio, están terriblemente orgullosos de tal alhalajería, hasta que tienen edad suficiente para comprender que ella sólo es propia de la guardería infantil. Entonces, sin ninguna sugerencia de sus adultos, sino sólo por vergüenza, abandonan esos adornos y bagatelas, tal como nuestros niños dejan de lado cosas como muñecas, amuletos y juguetes. Estas curiosas convenciones pueden causar reacciones igualmente curiosas, tal como tuve ocasión de percibir en el caso de los embajadores anemolianos.
Estos diplomáticos visitaron Aircastle mientras yo estaba allí y, como venían a discutir asuntos de gran importancia, cada ciudad envió a los miembros del Parlamento para recibirlos. Ahora, todos los embajadores extranjeros que habían llegado antes lo habían hecho desde lugares cercanos del otro lado del canal y estaban bastante familiarizados con las ideas utopianas. Sabían que Utopía era un país donde los ropajes lujosos no eran admirados, la seda era despreciada, y el “oro” era una palabra sucia; por lo tanto, se vestían para la ocasión tan simplemente como podían. Pero estos anemolianos vivían demasiado lejos para haber tenido contacto con los utopianos. todo lo que ellos sabían era que todo el mundo en Utopía vestía el mismo tipo de ropas, bastante rústicas, presumiblemente porque no tendrían nada mejor Así, adoptaron una política más arrogante que prudente y decidieron arribar como si fuesen ellos auténticos dioses, arropados con el esplendor de sus atavíos para deslumbrar a los pobres utopianos con su magnificencia.
Cuando la delegación llegó consistía de sólo tres hombres, pero escoltados por un centenar de servidores, todos usando ropajes multicolores, la mayoría hechos de seda. Las ropas de embajadores -que eran importantes señores en su propio país- estaban confeccionadas con hilos de oro, y llevaban además alrededor de sus cuellos grandes cadenas de oro, y pendientes de oro en sus orejas, y anillos de oro en sus dedos. Sus sombreros relucían, ciertamente, de perlas y piedras preciosas. De hecho estaban totalmente adornados con todas las cosas usadas en Utopía para castigar a los esclavos, humillar a los criminales o entretener a los niños pequeños.
Bueno, yo no hubiera querido perderme eso por nada. Los tres caballeros estaban terriblemente regocijados consigo mismos al comparar su propia apariencia con la de los habitantes locales, pues por supuesto las calles estaban repletas de gente ante la que se exhibían orgullosamente. Y era gracioso ver que el efecto que producían no podía ser para ellos más inesperado y decepcionante. Para el punto de vista utopiano, excepto para los muy pocos ciudadanos que habían tenido ocasión de viajar a otros paises, todo ese esplendor era meramente degradante. Entonces reservaban sus más reverentes saludos para los menos distinguidos miembros de la comitiva, tomandolos por señores, e ignoraban completamente a los diplomáticos mismos, asumiendo por sus cadenas de oro que debía tratarse de esclavos. Pero deberías haber visto las caras de los niños más grandes, que ya habían abandonado las joyas y perlas de su primera infancia, cuando vieron unas similares en los adornados sombreros. Daban codazos a sus madres y susurraban: “¡Madre, mira a ese grandulón! ¡Usa perlas y joyas todavía a su edad!”. A lo que a madre, muy seriamente, replicaba: “¡Silencio, querido! Imagino que debe ser un bufón traido por los embajadores”.
Pero cuando permanecieron allí un día o dos, los anemolianos empezaron a entender la situación (…) Así dejaron de pavonearse y, sintiendose avergonzados, abandonaron todos aquellos ornamentos de los que habían estado tan orgullosos, especialmente después de que unos pocos utopianos amigablemente les informaran de sus costumbres. Les explicaron, por ejemplo, que no podían comprender cómo alguien podría estar fascinado con el dudoso fulgor de un pedacito de piedra cuando tiene todas las estrellas del cielo para mirar, o cómo alguien podría ser tan tonto para creerse mejor que otras personas sólo porque sus ropas están hechas de un hilo de lana más fino que las de ellos. Que tampoco pueden entender por qué una sustancia por entero inútil como el oro debería ahora, en todo el mundo, ser considerada más importante que los seres humanos, que le dieron el valor que tiene sólo para su propia conveniencia.
El resultado es que un hombre que cuenta con más o menos la misma agilidad mental que un trozo de plomo o un madero, un hombre cuya absoluta estupidez se compara sólo con su inmoralidad, puede tener cantidades de personas buenas e inteligentes a su servicio sólo porque da la casualidad de que posee una gran cantidad de monedas de oro. Y si por algún inesperado giro de la suerte o alguna triquiñuela legal -dos métodos igualmente efectivos para trastocar las cosas- esas monedas se transfirieron súbitamente a su sirviente más inútil, veríamos sin demora a su dueño actual trotar tras su dinero, como si fuera un anexo de ese metálico, y convertirse en el criado de su propio sirviente. Pero lo que intriga y asquea a los utopianos aún más es la tonta manera que tienen algunas personas de venerar, prácticamente, al hombre rico, no porque le adeuden dinero o se encuentren bajo su poder sino sólo porque es rico..”

(Utopía, Tomás Moro)




Patricio Rey y Sus Redonditos De Ricota
Un Poco De Amor Frances


Una tipa rapaz
(como te gusta a voz)
esa tipa vino a consolarte
un poco de amor francés
no muerde su lengua, no
(no es sincera, pero te gusta oírla...)
es una linda ración
con un defecto (con uno o dos)
Y es un cóctel que no se mezcla solo.

Quiere, si quiere más
(ya no la engatuzás)
es una copa de lo mejor
cuando se ríe.

El lujo es vulgaridad
dijo y me conquistó
(de esa miel no comen las hormigas).

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